lunes, 10 de enero de 2011

Espirales

















“Dios mío, todos somos arrastrados
Hacia el mar sin importar cuanto
Sepamos ni que digamos o hagamos”
(Jack Kerouac)


Cuando despertó lo primero que pudo observar fueron cuatro paredes. Se deslizó por una de ellas, estaba fría como la piel de un muerto. 4 paredes geométrica y uniformemente construidas. Sus sentimientos se encontraron como aves de rapiña frente al descubrimiento de un cadáver: desorientados, abrumadoramente desequilibrados. Los días parecían no haber acontecido, todo yacía inmóvil como las ruinas de un laberinto, no había espacios para hacer absurdas preguntas. Las paredes eran tan blancas como los baños de un hospital, al transcurrir los días se fueron tornando amarillentas, aceitosas y espeluznantes al tacto.

Aproximadamente 20 metros bajo tierra, un pequeño ducto de ventilación que simulaba inútilmente el espacio de una claraboya, luz artificial, desesperante y enceguecedora. Ella permanecía inmóvil, arrojada en un rincón, el hombre descendía cada 2 o 3 días y por un pequeño agujero ubicado estratégicamente sobre una de las paredes, le extendía el recipiente lleno de un liquido que ella consumía ansiosa y desesperadamente. Deglutía vorazmente, sus ojos desorbitados simulaban esferas estelares en permanente caos. Sueño. Se despertaba por el ruido, el orificio construido para proveer el alimento se transformaba de inmediato en una pantalla a la cual asistía como única espectadora. El hombre siempre iba acompañado de un enorme perro que lo observaba con un extraño sentimiento de filiación; suficiente como para pensar que podría permanecer junto a él por lo menos una eternidad.

Se sentaba en una voluminosa y espaciosa banca, y con un gesto despreciable ordenaba al can que hiciera lo propio en el suelo. Acto seguido, tomaba un pequeño cuchillo con el cual se hacia una pequeña incisión en el abdomen­ –justo debajo del ombligo- y con unos finísimos y largos dedos extraía una tripa que halaba con delicadeza, mientras emitía una sonrisa grande, un sórdido y escatológico gesto de placer, luego le hacia una seña al perro que siendo obediente a la orden empezaba a lamer lo que a ella, al otro lado, le parecía ser un fragmento de intestino largo y sanguinolento. La situación se reiteró muchas veces, el hombre solucionaba todo realizando un casero procedimiento quirúrgico, que podía mantener casi intacta la herida hasta la próxima sesión.

Transcurrió mucho hasta poder percatarse de los cambios, había subido muchos kilos, la periodicidad con que se le suministraban los alimentos había aumentado considerablemente, 6 y hasta 10 veces por día, podía calcular las entradas del recipiente que cada vez era más grande. Ella consumía con ansiedad (el liquido) y se sumía en lo que más que cualquier cosa se había constituido como un ritual o una ceremonia privada.

20 metros. Allá abajo el sonido era prácticamente inexistente, se había sumergido en grandes siestas en las que los sueños figuraban como ausentes. Crac, escuchó ruidos y un chirriar de escaleras, el hombre se aproximaba, el perro ladraba con mayor desespero que las anteriores veces; se levantó del rincón, esperando ansiosa el misterio que lograba separarla del otro lado.

Escuchó un girar de cerradura y pudo observar (desde su gélida percepción) como se abría una puerta secreta ubicada justo en medio del concreto. Al otro lado, frente a ella, se hallaba el hombre con esa horripilante y marcada sonrisa; de sus labios (y entre sus carcomidos dientes) pendía un enorme tabaco, del cual inhalaba y exhalaba grandes bocanadas de humo, que desembocaban en el aire creando pequeñas figuritas.

Por primera vez sintió miedo, el perro permanecía amarrado a la mano derecha del hombre, desesperado, intentaba zafarse de las gruesas cadenas. Parecía sentir mucho más miedo que ella, mientras él reía a gritos y se le enrojecía el rostro.

Del otro lado empezaron a escucharse quejidos, los había dejado solos en el pequeño cuarto, mientras sujetaba firmemente la cadena y se la llevaba a la mano izquierda dándose en la misma unos suaves golpecitos. El gesto de su rostro revelaba victoria, había logrado su objetivo, la había alimentado lo suficiente como para que alcanzara el tamaño de una gigantesca persona, le había suministrado lo necesario; grandes jornadas de sueño y enormes cantidades de sangre.

Sí, había engordado lo esperado, lo suficiente como para devorar de unos pocos mordiscos al perro, que emitía sonidos tan espeluznantes como los cerdos cuando se les dan los primeros golpes previos al sacrificio y… sí, sonreía mientras se repetía a sí mismo con júbilo y alegría: ¡ Mi niña, mi niña por fin ha crecido! La pequeña pulga creció y se infló, comía su primer pedazo de carne, ese que la liberaría, ¡esa insaciable hambre que justificaría la enorme sonrisa de su padre! ¡Por fin había sido iniciada en los grandes y aberrantes placeres del mundo!

¿La carne como principio de todas las cosas?

Por: Joaquín Ramírez Jiménez

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