viernes, 13 de enero de 2012

Seis en punto


Difícil precisar quién sería el próximo en la lista; la distancia entre uno y otro eran las tristezas y angustias que los separaban a abismales kilómetros mentales; más difícil el trabajo de penetrar en conciencias (consideradas a sí mismas banales) sin primero haber conocido las propias. El camino: el mismo, quizás distinto, los motivos: dispares y absurdos como todo en el mundo; lo cierto es que buscaban ser la nada, una forma cruel de la no existencia: ¡el auto exterminio! Primero fueron tres, luego seis; valiosa pista para desconfiar de la única banca de concreto ubicada en el parque central. Su procedencia: una pregunta aislada de respuestas; la hora escogida: la misma de siempre, justo antes de la puesta de sol, aproximadamente a las seis de la tarde, el caso: un total misterio, considerando que lo único en común de las muertes era la hora y el lugar en el que se encontraban las víctimas. Los representantes de la ley tardaron mucho en resolver el enigma. De lo que sí no hubo duda (justo después) fue de que el culpable era un “ser inanimado”: ¡la solitaria banca! Las primeras muertes fueron accidentales, luego, la banca servía de refugio a los valientes dispuestos a abandonar el perecedero y ostentoso mundo terrenal, hombres que vagaban cabizbajos por las calles sin ningún anhelo de vida o esperanza de beneficio, tal vez progreso. Desahuciados mentales, vivos sin alma con una llaga cubriendo sus rostros, desesperanzados sin sueños, individuos queriendo retornar a su génesis primitiva. ¡Melancólicos suicidas de una raza maldita! Algunas veces, conscientes de la maldición del lugar unos pocos se sentaban, levantándose inmediatamente arrepentidos, demasiado tarde, el daño era irreversible. Uno a uno fueron cayendo los tristes habitantes del desgraciado pueblo engrosando las filas del frio y desolado cementerio. El caos era insoportable: ¡ya hasta los niños tomaban la difícil y desquiciada decisión! El sacerdote, los vagabundos, los representantes de la ley, los niños, los ancianos y hasta los forasteros convenían en lo mismo. Las filas eran interminables, algunos madrugaban, otros ni siquiera dormían y la mayoría se pasaba meses esperando su turno. Se tuvieron que construir más cementerios, improvisados en la casa de los desgraciados difuntos. A las seis de la tarde, la agitación, el desespero y las peleas se multiplicaban como hormigas ansiosas saliendo de sus madrigueras. Hombres y mujeres cuidaban los puestos como bestias salvajes. Inevitablemente el pueblo empezó a quedarse solo, los rostros de los sobrevivientes eran rostros de duda manifestada en lo problemático y complejo de tal decisión. El caos era tal que las actividades laborales y todas las instituciones fueron abolidas; los hospitales, las iglesias, los negocios, asilos, escuelas, etc. Fueron cerrados, quedaba solo la cuasi infinita fila y la tez amarillenta a causa del poco consumo de alimentos por parte de los afligidos. No se sabe con certeza, que llevó a los habitantes a resignarse por completo al sin-sentido y abandonar tan apresuradamente sus labores terrenales para pasar a otro “plano superior”. Lo cierto es que el pueblo quedó totalmente abandonado y deshabitado y… De tarde en tarde, justo a las seis, se puede ver estacionado al lado de la banca, a un anciano desdentado y decrépito que cobra a los tristes forasteros (que se atrevan a tomar la decisión) altas sumas de dinero ¡a cambio de un suicidio digno y respetable!

Por: Joaquin Ramirez Jimenez

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